Cala Rajada , tot permès


per David Triay




Ja fa temps que Cala Rajada ha estat abandonada a la seva (di)sort: el “deixar fer” s’ha convertit en l’autèntic lema que ha condemnat el nostre poble a un calvari; el problema és que els únics penitents de la condemna som els que hi vivim i ja hi tornam a ser amb la maleïda “cançó” de l’estiu: “¡Un altre any i tot contínua igual (o pitjor)!”. Crec que no faltarem a la veritat si deim que la situació en què es troba Cala Rajada déu fregar tots els límits de la resistència humana: crits, renou, brutor, pudor, ... ¿a canvi de què?
No és gens estrany, idò, que passin pel cap algunes preguntes: ¿Qui gosaria afirmar ara que el pitjor turista és el que no ve? ¿Qui en treu benefici de la visita de gran part de la gent que omple carrers i platges? ¿Com volen que tractem bé els turistes? ¿Algú creu que baixant els preus s’aconseguirà atreure a una altra tipus de gent que no sigui adolescents amb carta blanca per engatar-se on i quan vulguin? ¿On són les iniciatives i les idees renovadores que tots els especialistes recomanen en èpoques de crisi per sortir-ne reforçat? ...
I si no, fixau-vos que deia no fa gaire algú de reconegut prestigi (i que, no per mil vegades sentida, firmaria qualsevol amb dos dits de seny): “De totes maneres és un bon moment per aprofitar les oportunitats que es venien dibuixant: augmentar la qualitat de l'oferta -sobretot els estàndards de les habitacions-, desenvolupar productes complementaris al sol i platja, millorar els processos de comercialització, aprofitar la imatge consolidada o no abandonar les polítiques de qualitat, ni la sensibilitat ambiental.”(Climent Picornell)

Passa el temps, però, i ni els empresaris ni l’administració volen (o poden o saben) fer alguna cosa per canviar la situació: uns, pel que es veu, més preocupats per si hi ha més o manco arena a una platja (que contínua sent una meravella, amb o sense roques) i els altres, demostrant que per ells Cala Rajada els és una nosa o un maldecap (oblidant tal vegada que, a banda de ser el motor econòmic del municipi, aquí hi viu la major part de la població).

Com que, desgraciadament, problemes com els que vivim noltros es repeteixen de formes més o menys semblants a altres llocs, em sembla oportú i avinent l’article que l’altre dia va aparèixer a un diari, on l’historiador i veí de Barcelona Xavier Casals exposa una situació en molts punts coincidents amb la nostra i reclama al seu Ajuntament que sigui valent i s’atreveixi a aturar la impunitat amb que actuen alguns establiments i empresaris de l’oci. ¿Qui comença a posar fil a l’agulla?

David Triay
 


L'article a que fa referència l'articulista és aquest:


 Ruido y ocio sostenible
(XAVIER CASALS, El País 01/08/2010)

Barcelona está "aturdida por el ruido", destacó este periódico el 26 de julio. Lo ilustró con un contundente dato: el 84% de las quejas que la Guardia Urbana recibió entre enero y mayo fueron debidas a "jaleo de la calle, el bar o el vecino", y apuntó que el Consistorio prepara una nueva ordenanza de Medio Ambiente Urbano más restrictiva ante la contaminación acústica. Pero a juzgar por la información publicada, no parece que ésta vaya a sancionar a los centros de ocio que la generan de modo indirecto.
Nos referimos, por ejemplo, a penalizar tiendas de comida para llevar, que convierten las plazas en merenderos, o bares y locales nocturnos en cuyos alrededores afloran como hongos jóvenes que practican el botellón sentados en calles y plazas. Celebran de este modo fiestas low cost, orinan en la vía pública o en rellanos y dejan su tarjeta de visita con vómitos, tags de rotulador, retrovisores de vehículos rotos o cabinas telefónicas destrozadas. Por si estas molestias fueran pocas, los sufridos vecinos deben llamar a la Guardia Urbana para que los desaloje -no suelen irse hasta la madrugada- y es necesario organizar dispositivos policiales periódicos para evitar su expansión.
Estos negocios asociados a problemas de vandalismo (incivismo, según la nebulosa y ridícula terminología imperante) saben que no serán sancionados si cumplen las ordenanzas municipales. Además, es difícil para el Ayuntamiento limitar sus horarios, pues compete a la Generalitat determinarlos. El resultado es que tales establecimientos emiten un "efecto llamada" perverso y las autoridades deben invertir recursos en seguridad para limitar los efectos descritos y reparar destrozos continuados. Ello crea una paradoja: los ciudadanos perjudicados por los vándalos ven cómo se dedica parte de sus impuestos a financiar a los policías que los controlan y disuelven, de modo que, además de ser víctimas de sus jolgorios, están obligados a un indeseable copago de los mismos.
Estamos, pues, ante negocios éticamente reprobables y cada vez más costosos para la Administración en términos de mantenimiento de mobiliario urbano, seguridad y limpieza, por lo que constituyen un ocio no sostenible. Esta cuestión alarmante no hace mella en nuestros políticos, que parecen asumir su presencia como parte del paisaje urbano. Sin embargo, si la extrapolasen a la esfera medioambiental advertirían que al hacerlo cometen un despropósito: ¿Pueden imaginar una empresa que ensucia y perjudica a la población ubicada en el corazón del tejido urbano? ¿Verdad que les resultaría inconcebible? En cambio, consideran normal que entes de ocio nocivos perfectamente identificados permanezcan ahí porque la ley lo permite. Pues bien, lo razonable sería que procedieran a cambiarla de modo inmediato, ya que tales comercios -al igual que las industrias contaminantes- se deberían clausurar, instalar en polígonos alejados de núcleos de población o tener horarios drásticamente limitados.
En este sentido, estamos convencidos de que si no se asume la sostenibilidad del ocio como estrategia solo se paliará el ruido, pero no se acabará con él. Lo ilustra el caso de la sala KGB, cuyo eventual cierre han planteado unos 300 vecinos al Consistorio. Cuando trascendió recientemente que en sus alrededores cientos de jóvenes hacen botellón cada jueves, su gerente manifestó haber realizado "todo lo posible" para arreglar esta situación y evitaba que sus usuarios pudieran salir una vez habían entrado, pero apuntó que ello se producía "tres calles más abajo" y afirmó que el botellón era un problema de civismo que se resolvería con presencia de Guardia Urbana. ¿Ven que sencillo es arreglar el asunto? Basta con poner agentes pagados por el erario público, como se ha hecho.
En este marco, si las empresas de ocio contaminantes tuvieran que asumir responsabilidades sociales -como las fábricas- la realidad cambiaría. No hay que ser un lince para saber que si éstas tuvieran que abonar la limpieza y los desperfectos que generan indirectamente en el medio urbano adyacente, indemnizar a quienes lo habitan por la falta de descanso y costear los policías que requiere mantenerlo tranquilo probablemente no serían viables económicamente. Pero mientras tales conceptos no entren en su contabilidad, los problemas descritos se reproducirán de modo cíclico por un motivo obvio: ensuciar es gratis. ¿Hasta cuando el Consistorio barcelonés -gobierno y oposición- tolerará esta impunidad?